Bucear con los ojos abiertos en
el lodazal de la depresión económica después de la burbuja
inmobliaria es un propósito difícil y sórdido como la novela que
tenemos entre las manos. Su complejidad narrativa se organiza en tres
partes que comienzan con un truculento hallazgo en la víspera de
Navidad del 2010, narrado en tercera persona; continúan con el flujo
de conciencia de una voz en primera persona que enuncia, diez días
antes, un discurso torrencial interrumpido momentáneamente, por
otras voces diferenciadas en tipografía bastardilla; y finalizan con
un breve epílogo también en cursiva y en (otra) primera persona.
Escasas concesiones, poca
amabilidad, pesismismo extremo. La parte central de la novela, más
extensa que el resto, se desarrolla bajo el signo de la angustia, el
desasosiego que atenaza a un personaje de la llamada clase media,
fagocitada en la cadena trófica del neoliberalismo salvaje, pagadora
de los platos rotos de esta debacle que todos conocemos como
"crisis", protagonista de un proceso de empobrecimiento en
algunos aspectos más devastador, por inesperado e indiscriminado,
que el de la destructiva y fratricida Guerra Civil española de
antaño.
La indagación psicológica en
una mente transtornada por el derrumbamiento progresivo de sus
expectativas, debido a la influencia de una realidad compleja,
despiadada y dañina, resulta un ejercicio de altísima habilidad
narrativa, de una lúcida imbricación entre forma y fondo. Una
propuesta que avanza por el camino del realismo, aunque se aleja de
códigos policiacos, para mezclar modelos clásicos y modernos de la
literatura con la misma soltura con la que entreteje historias públicas con la intrahistoria de los personajes. Que nadie espere encontrar diversión entre sus páginas,
sino el testimonio desgarrador de las víctimas de una organización
social perversa y deshumanizada.
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