Llevaba meses sin actualizar mi cartilla bancaria. Cuando la introduje en el cajero automático, la máquina empezó a emitir sonidos, tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro. Cuando llegué, no había nadie, pero en seguida vino un cliente que esperó su turno para sacar dinero. Tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro. Lo miré por encima del hombro. Tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro. Un muchacho pizpireto. Tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro. Los gastos de varios meses se estaban imprimiendo en las hojas timbradas por la entidad. Tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro. Sentí algo parecido a la vergüenza porque estas cosas se suelen hace los lunes por la mañana y no los domingos por la noche. Tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro. Seguramente, el chico que esperaba tenía urgencia de retirar dinero en efectivo para gastarlo en cualquiera sabe qué clase de vicios. Tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro. En cambio, yo estaba allí por capricho, por curiosidad, por tener algo que leer, por comprobar que todos los movimientos de mi libreta eran los correctos. Tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro. Tuntukutuntukutuntiro, tuntukutuntukutuntiro. Cuando el artefacto electrónico soltó mi cartilla, pude comprobar que no. Estaba a cero. No me quedaba ni un euro. No pude evitar gritar hijosdeputa. El jovenzuelo, al verme sin dinero en la mano, me preguntó acobardado ¿no funciona el cajero? Sí que funciona, le dije, pero son unos hijosdeputa. Se encogió de hombros y puso cara de imbécil. Y aquí estamos todos como mamones, añadí, alimentando al capital. Creo que, mientras me marchaba, murmuró algo así como a ver si cae o poco le queda. Menudo cretino.
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