“Me he jurado ser un hombre de bien y lo conseguiré. Y además, Jim -miró a su alrededor y bajo la voz hasta susurrar -, soy rico”
Ben Gunn en La isla del tesoro
de Robert Louis Stevenson
Fue al emerger del jacuzzi, donde había estado
casi una hora, cuando aquel remoto personaje literario emergió también de lo
más profundo de su memoria. Echó hacia atrás su melena canosa, con sus dos
manos y se escurrió el agua de la cara. Sin dejar de recordar, alcanzó, con la
derecha, la copa con el último sorbo de champán.
Él no recordaba cuándo había leído completa la novela
Stevenson, pero sí estaba seguro de haber visto una versión cinematográfica y, por supuesto, había hojeado las
viñetas de la adaptación al cómic publicada por la editorial Bruguera en su
colección Historias Color. Se llamaba Benjamin Gunn y era un pirata que sufrió
el cruel castigo de ser abandonado en una isla, porque había propuesto a la
tripulación de la nave en la que hacía una travesía, desembarcar para localizar
un tesoro que el capitán Flint había enterrado allí mismo, en un viaje
anterior, unos años atrás, cuando él iba a sus órdenes, junto a Billy Bones y
John “Barbacoa”, o “el Largo”, Silver, a bordo del Walrus. Al no encontrarlo, tras doce días de infructuosos intentos
por hallarlo, sus propios compañeros abandonaron impasibles a Ben Gunn con la
única compañía de un mosquete, un pico y una pala, en aquel inquietante e
inhóspito trozo de tierra.
Puesto en pie, se arropó con uno de esos
tersos y suaves albornoces de algodón blanco y se calzó con un par de babuchas
del mismo material, que también llevaban, bordado, el logotipo del distinguido
hotel. Caminó hasta la cama king size que presidía la suite y cogió el mando a
distancia mientras se estiraba sin haber retirado la colcha.
Ben Gunn llevaba una barba y un cabello de
tres años de longitud cuando fue encontrado por Jim y el ecléctico pasaje de la Hispaniola. Había sobrevivido, y eso lo
recordaba bien, a base de ostras, carne de cabra en salazón y bayas. Había
fabricado, con sus propias manos, un esquife que nunca se atrevió a botar.
También le había dado tiempo, además, a adelgazar, a reubicar el plano del
tesoro, a rezar, a echar de menos el queso y a su madre, a enloquecer un poco.
Se levantó en dirección al mueble-bar para
servirse una copa de ron, mientras se hacía la hora de la cena, escuchaba un
noticiario en francés, en el que, inopinadamente, se pudo contemplar una fotografía
suya de unos años antes. Encendió un habano que sujetó entre los dientes. Con
el vaso y el cenicero en la mesilla de noche, volvió a la cama. Apuntó a la
gigantesca pantalla de la habitación. Telefilmes, teletiendas, telenovelas,
telediarios, publicidad, publicidad, publicidad,… Siguió pensando en aquellos
míticos caballeros de fortuna, mientras pasaba canales. Perdía certeza en su memoria acerca del
destino final del personaje, le pareció recordar que se reconvertía en conserje de una
portería tras jugarse en diecinueve días sus mil libras del botín. Triste final
para un pirata. Pediría para la cena media docena de ostras, unas chuletas de
cabrito caramelizadas y una ración de tarta de queso con arándanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario