lunes, 4 de febrero de 2013

La isla del tesorero


“Me he jurado ser un hombre de bien y lo conseguiré.  Y además, Jim -miró a su alrededor y bajo la voz  hasta  susurrar -, soy rico”

Ben Gunn en La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson

Fue al emerger del jacuzzi, donde había estado casi una hora, cuando aquel remoto personaje literario emergió también de lo más profundo de su memoria. Echó hacia atrás su melena canosa, con sus dos manos y se escurrió el agua de la cara. Sin dejar de recordar, alcanzó, con la derecha, la copa con el último sorbo de champán.

Él no recordaba cuándo había leído completa la novela Stevenson, pero sí estaba seguro de haber visto una versión cinematográfica y, por supuesto, había hojeado las viñetas de la adaptación al cómic publicada por la editorial Bruguera en su colección Historias Color. Se llamaba Benjamin Gunn y era un pirata que sufrió el cruel castigo de ser abandonado en una isla, porque había propuesto a la tripulación de la nave en la que hacía una travesía, desembarcar para localizar un tesoro que el capitán Flint había enterrado allí mismo, en un viaje anterior, unos años atrás, cuando él iba a sus órdenes, junto a Billy Bones y John “Barbacoa”, o “el Largo”, Silver, a bordo del Walrus. Al no encontrarlo, tras doce días de infructuosos intentos por hallarlo, sus propios compañeros abandonaron impasibles a Ben Gunn con la única compañía de un mosquete, un pico y una pala, en aquel inquietante e inhóspito trozo de tierra.

Puesto en pie, se arropó con uno de esos tersos y suaves albornoces de algodón blanco y se calzó con un par de babuchas del mismo material, que también llevaban, bordado, el logotipo del distinguido hotel. Caminó hasta la cama king size que presidía la suite y cogió el mando a distancia mientras se estiraba sin haber retirado la colcha.

Ben Gunn llevaba una barba y un cabello de tres años de longitud cuando fue encontrado por Jim y el ecléctico pasaje de la Hispaniola. Había sobrevivido, y eso lo recordaba bien, a base de ostras, carne de cabra en salazón y bayas. Había fabricado, con sus propias manos, un esquife que nunca se atrevió a botar. También le había dado tiempo, además, a adelgazar, a reubicar el plano del tesoro, a rezar, a echar de menos el queso y a su madre, a enloquecer un poco.

Se levantó en dirección al mueble-bar para servirse una copa de ron, mientras se hacía la hora de la cena, escuchaba un noticiario en francés, en el que, inopinadamente, se pudo contemplar una fotografía suya de unos años antes. Encendió un habano que sujetó entre los dientes. Con el vaso y el cenicero en la mesilla de noche, volvió a la cama. Apuntó a la gigantesca pantalla de la habitación. Telefilmes, teletiendas, telenovelas, telediarios, publicidad, publicidad, publicidad,… Siguió pensando en aquellos míticos caballeros de fortuna, mientras pasaba canales. Perdía certeza en su memoria acerca del destino final del personaje, le pareció recordar que se reconvertía en conserje de una portería tras jugarse en diecinueve días sus mil libras del botín. Triste final para un pirata. Pediría para la cena media docena de ostras, unas chuletas de cabrito caramelizadas y una ración de tarta de queso con arándanos.

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