martes, 13 de diciembre de 2011

Enrique

Me encontraba en la parada del autobús a las ocho y media de la mañana. Tenía media hora para llegar al trabajo en una cafetería del casco antiguo. Fregaba platos en la cocina y durante la jornada anterior, la jefa me había reprendido por haber llegado cinco minutos tarde. No podía permitirme otro retraso y el autobús no llegaba. Para colmo, el Ayuntamiento había comenzado las obras para el cambio de dirección de la calzada de la avenida, que dejaría de tener dos carriles en doble sentido, para pasar a tener cuatro de uno solo. El camión grúa de la empresa adjudicataria de jardinería estaba arrancando, de cuajo, los árboles, unos chopos no demasiado altos, de no sé qué variedad. Había un gran atasco. Me miraba impaciente la muñeca.
De repente, me fijé y lo reconocí. Estaba a mi lado, llevaba una americana negra sobre la camiseta y unos pantalones estrechos no sé si verdes. Aunque no había podido ir a verlo, yo sabía que, la noche anterior, él había participado en un concierto de Sonic Youth en una antigua fábrica portuaria del Camino Hondo y por la cara que se intuía bajo sus gafas de sol, había trasnochado y no se había ido a dormir todavía. Y estaba allí solo, parado en la acera, ajeno al atasco, a su bola, observando cómo salían a la luz las raíces del árbol, prestando atención a la tierra removida, absorto, a través de sus cristales tintados, en el desprendimiento de la rizosfera, pendiente de la oscilación de las varas retorcidas de madera flexible, mientras la pluma estiraba de la copa y el pequeño chopo era depositado en el remolque.
Entonces, llegó mi autobús. Me habría gustado decirle algo como: "¡Buenos días, maestro!", pero no dije nada. Simplemente, subí y seguí mirándolo mientras el vehículo me alejaba, abriéndose paso lentamente entre los coches, y él continuaba contemplando curioso los detalles de la obra. Quién sabe si recordando un cante antiguo o imaginando poemas nuevos.

1 comentario:

flaperval dijo...

una soleá en el cielo