jueves, 19 de mayo de 2011

El Chato

El Chato bailaba y bailaba. Llegaba a la verbena a eso de las diez de la noche y no paraba de moverse hasta que la orquesta agotaba el repertorio. Con su camisa de cuello ancho, abierta para mostrar el medallón, sus acampanados pantalones de tergal y sus botas de tacón cubano, era el alma de la fiesta. Normalmente, acompañado de su señora (otro monstruo de la pista) pero, a veces solo, no se perdía ni un baile. Cuando no le acompañaba su pareja, sacaba a bailar a cualquiera que tuviera ganas. Siempre erguido, giraba sobre sí mismo, guiaba a su partenaire a cada paso, a cada vuelta y raras veces la miraba a los ojos. Ponía los suyos contemplando un punto inexistente sobre su barbilla, más allá del tiempo, como si se hallara mirando las reacciones químicas en los cerebros de quienes habían compuesto las piezas que bailaba. Lo mismo un pasodoble que una ranchera, una copla que un cha-cha-cha, un rockanrol que una lambada... Tanto danzaba con la Orquesta Cosmos, como con la Orquesta Denver; con la Orquesta Reflejos, como con la Orquesta Impresiones. Si sonaba Paquito el Chocolatero, era capaz de bailar en pareja sin participar de la comparsa. Eso, sí, se colocaba en un lugar retirado de la pista. A veces pedía un botellín de cerveza que posaba elegantemente en el suelo, cerca del bordillo de la acera. No fumaba más que cuando se iba a casa solitario o del brazo de su esposa, sin pensar en el trabajo que le esperaba a la semana siguiente en la empresa de limpieza urbana del ayuntamiento.

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