lunes, 28 de febrero de 2011

Alegría bajo tierra

"(Lentamente) Tendré que darme un tiro para inaugurar el verdadero teatro, el teatro bajo la arena."
Hombre I en El Público de Federico García Lorca



"Buenas tarde, señor, señora, señorita, music, Barcelona, Bucarest, aeroporto..." Se hicieron hueco entre el personal. Los dos tipos empezaron a tocar sendos acordeones cromáticos a dúo, cuando el metro arrancó. Mirando a los ojos a los viajeros, atacaron un bolero que ya va camino de convertirse en un clásico del suburbano. Pantalones de tergal, mocasines medio rotos, camisa blanca. Uno, un jersey rojo de lana fina. Una chaqueta negra de tactel, el otro. La habilidad del más viejo para mantener el equilibrio, mientras manejaba fuelle, botones y teclas, era prodigiosa: ligeramente inclinado contra la fuerza inercial, con los pies temerariamente juntos, parecía surfear sobre el convoy, que serpenteó a unos 40 km./h. entre las paradas del trayecto: La Sagrera - Sagrada Familia. El otro, no tan joven, apoyaba la espalda en la puerta izquierda , manejaba un instrumento más nuevo y reluciente que el de su compañero, desvencijado y amarilleado por el tiempo. A pesar de las mellas en teclado y dentadura, el músico veterano no sólo no perdió la sonrisa, sinó que la intensificó al estirar los brazos para dar palmas y motivar al pasaje para que acompañara la interpretación de un conocido tema del folklore ruso que había empezado a ejecutar su pareja artística. El vagón iba lleno y sólo un muchacho, situado al fondo, les siguió durante tres o cuatro breves golpes de palma sorda. Suficientes para que el músico equilibrista recuperara su instrumento sin perder el compás. La velocidad de sus dedos provocaba más vértigo que la fuerza de la locomotora. No pestañeó al ponerse a cantar: kalinkakalinkakalinkakalá. Le dio tiempo para repetirlo tres veces, a cual más rápida, in crescendo. Remató cerrando el fuelle de un golpe. El otro lo cerró lentamente, prolongando la última nota. El tren estaba frenando. Separaron los pies. Sacaron un pequeño monedero de cuero sin cremallera. Llegamos a la estación. Pocos se abstuvieron de aportarles algo de calderilla, en una especie de aplauso frío como el metal. Alguien, me parece que el muchacho del fondo del vagón, dijo "gracias, hace falta más alegría en el metro". Y se apearon.

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