A la mayoría de las personas que conozco no les gusta volar. Las sensaciones que les genera un viaje en avión se reparten entre la desidia, la resignación y el pánico. Quizás sea por eso por lo que me gusta observar a la gente en los aeropuertos, donde la concentración de estímulos se ve intensificada por la emoción del vuelo, sea cual sea la que le provoca a cada uno.
En los aeropuertos, te sueles convertir en una oveja obediente desde el mismo momento en el que pisas la puerta de entrada, de esas complicadas que dan vueltas, que se atascan y que te hacen apretar el paso, mientras eludes la idea que flota en todas las cabezas: “¿nos quedaremos encerrados en esta jaula de cristal?”. Ya en el control de seguridad, puedes encontrarte, como sucede en Amsterdam, con un joven vociferante, que explica la necesidad de exponer a la vergüenza y el escarnio públicos las pertenencias personales en formato líquido, únicamente protegidas por una bolsa transparente que él mismo facilita. Allí, los encargados de tan necesario cometido, gritan tanto que consiguen inquietar a los viajeros que hacen cola ovinamente, y todos parecen repasar mentalmente qué líquido pueden estar transportando encima sin haberse dado cuenta.
Hace poco, observé en ese aeropuerto, a una mujer que lloraba mientras se despedía en el control de seguridad de un hombre, también muy conmovido. La mujer, ajena a las advertencias sobre la posesión de líquidos, lloraba desconsolada, y afortunadamente, el joven vociferante no la obligó a usar la consabida bolsa para depositar sus lágrimas. Nadie se solidarizaba con ella mientras buscaba continuamente en el bolsillo de su chaqueta un pañuelo. Al contrario, los segundos que demoraba su paso por encontrarlo parecían desesperar al resto de viajeros, que se impacientaba y hasta la empujaba un poco. Es muy indigno darle la espalda a quien se come la mierda contigo en una trinchera, sea cual sea la guerra que estés haciendo, pero así somos: las ovejas sólo somos mansas con la autoridad, no entre nosotras.
Por lo demás, entre las historias habituales de los aeropuertos que más me gustan están los reencuentros, que dependiendo del nivel de empatía del observador, pueden conseguir velar la mirada y hasta hacer apuntar alguna tímida lagrimita. Luego están, claro, las habituales esperas, los desayunos de pega, el exceso de aire acondicionado que obliga a usar chaqueta en pleno agosto, y la determinación del viajero de hacer que todo eso pase lo antes posible, para superar el trámite de llegar a casa o al lugar de vacaciones en un tiempo récord, algo que nunca habría soñado el pobre ingenuo de Julio Verne, a pesar de toda su ortopedia futurista.
En los aeropuertos, te sueles convertir en una oveja obediente desde el mismo momento en el que pisas la puerta de entrada, de esas complicadas que dan vueltas, que se atascan y que te hacen apretar el paso, mientras eludes la idea que flota en todas las cabezas: “¿nos quedaremos encerrados en esta jaula de cristal?”. Ya en el control de seguridad, puedes encontrarte, como sucede en Amsterdam, con un joven vociferante, que explica la necesidad de exponer a la vergüenza y el escarnio públicos las pertenencias personales en formato líquido, únicamente protegidas por una bolsa transparente que él mismo facilita. Allí, los encargados de tan necesario cometido, gritan tanto que consiguen inquietar a los viajeros que hacen cola ovinamente, y todos parecen repasar mentalmente qué líquido pueden estar transportando encima sin haberse dado cuenta.
Hace poco, observé en ese aeropuerto, a una mujer que lloraba mientras se despedía en el control de seguridad de un hombre, también muy conmovido. La mujer, ajena a las advertencias sobre la posesión de líquidos, lloraba desconsolada, y afortunadamente, el joven vociferante no la obligó a usar la consabida bolsa para depositar sus lágrimas. Nadie se solidarizaba con ella mientras buscaba continuamente en el bolsillo de su chaqueta un pañuelo. Al contrario, los segundos que demoraba su paso por encontrarlo parecían desesperar al resto de viajeros, que se impacientaba y hasta la empujaba un poco. Es muy indigno darle la espalda a quien se come la mierda contigo en una trinchera, sea cual sea la guerra que estés haciendo, pero así somos: las ovejas sólo somos mansas con la autoridad, no entre nosotras.
Por lo demás, entre las historias habituales de los aeropuertos que más me gustan están los reencuentros, que dependiendo del nivel de empatía del observador, pueden conseguir velar la mirada y hasta hacer apuntar alguna tímida lagrimita. Luego están, claro, las habituales esperas, los desayunos de pega, el exceso de aire acondicionado que obliga a usar chaqueta en pleno agosto, y la determinación del viajero de hacer que todo eso pase lo antes posible, para superar el trámite de llegar a casa o al lugar de vacaciones en un tiempo récord, algo que nunca habría soñado el pobre ingenuo de Julio Verne, a pesar de toda su ortopedia futurista.
Ebi Tempura
4 comentarios:
Señorita, yo hubiera dado la vida por subirme en uno de los pájaros de acero que Vd. y su generación gustan de frivolizar. Me cago en el siglo que nací,
En un nuevo alarde de imaginación futurista, tenía usted que haber pedido que lo congelaran, como se dice que hicieron con Walt Disney antes de morir. Seguro que no hubiera servido de nada y que a estas horas seguiría como el langostino del anuncio, pero... y lo que nos hubiéramos reído! E. Tempura
Amo los aeropuertos tanto como odio los aviones.Por eso, voy poco...
Totalmente de acuerdo, Sr. Von Triler. He conseguido superar mi miedo a los aviones por cabezonería y obligaciones de curro, tras haber probado de todo y ver que no me funcionaba: volar más puesta que la Sue Ellen de Dallas, ingerir el doble de la dosis de tranquilizante que me recomendó el médico... y comprobar que aún así seguía teniendo miedo. Hace casi dos meses, Martukein y yo vivimos un viaje a Granada en avión en el que casi rezamos, y estamos las dos curtiditas en esto de volar. Los únicos Aviones que me molan son los de la canción de Calamaro.
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